Un espacio donde toman forma pensamientos que nacen del estudio, la contemplación y el asombro. Aquí comparto textos reflexivos sobre la conexión con lo divino, la conciencia y el misterio de la existencia.
Si alguna palabra resuena contigo, bienvenido/a a este viaje. 🚀
Todos conocemos la voz de la dignidad, esa que nos dice: todos valemos, todos merecemos respeto. La dignidad se desvanece cuando nos dejamos usar, cuando permitimos que otros nos menosprecien, o cuando hay crueldad.
Sin embargo, la dignidad también se pierde en la inacción. No solo en la no defensa ante un abuso, sino en la complacencia del bienestar, cuando nos dormimos en la comodidad del día a día. También cuando nos perdemos en lo superficial, atrapados por el consumismo voraz.
Preguntémonos al final del día: ¿he actuado con dignidad? ¿He sido digna ante los ojos de Dios? Tenemos la responsabilidad de transformar nuestra sociedad. Este compromiso nos hace dignos hijos del Creador.
¿Por qué? Porque transformar la sociedad para mejor, nos conecta con lo eterno, con el propósito divino del bien común. Si tienes una idea, un proyecto de cambio, no dudes, no temas perder dinero o posesiones, confía en el plan divino, aunque no lo veamos con claridad desde nuestra pequeñez.
La energía que Dios nos ha otorgado es para eso, para transformar la realidad con confianza y determinación. Nuestra fuerza fluye de una fuente divina constante. Cuando olvidamos esto, la dignidad se desvanece.
Recordemos siempre, la dignidad está en nuestras acciones, en nuestro compromiso de actuar por el bien común. Trabajemos con valor y confianza. Todos somos parte importante del plan de Dios.
(Reflexiones sobre la reflexión del Día 28 del Omer: Maljut de Nétzaj, en la Escuela de Psicología y Cábala, Mayo 2024)
En el camino espiritual, el estudio se convierte en una meditación profunda, trascendiendo la simple respiración consciente y la quietud. Es como regresar al manantial del río, donde las aguas fluyen claras y puras. Aquí, el buscador se sumerge en el texto sagrado en busca de la divinidad, cada palabra revela secretos, cada línea suscita nuevas preguntas.
La mente, como un espejo claro, refleja las verdades divinas cuando está pulida por el estudio. Este no es solo un ejercicio intelectual, sino un acto de devoción. Sumergirse en los textos sagrados es una forma de adoración, una comunión con lo divino.
El discernimiento, como el viento que aparta la niebla, es fortalecido por el estudio. Filtra y organiza los pensamientos, permitiendo que la intuición florezca. Así, el estudio es el jardín donde florecen las semillas de la iluminación.
La espiritualidad y la mente racional son dos alas del mismo pájaro. Juntas, nos llevan a través del cielo de la comprensión. La práctica es la esencia, pero el estudio es el mapa que guía nuestros pasos en este vasto territorio espiritual.
Integrar lo místico en lo cotidiano es como tejer un tapiz de experiencias y entendimiento. Sin embargo, la mente racional es el hilo que une estos hilos, creando un patrón coherente en nuestra vida.
La experiencia mística, como el agua, debe ser absorbida por la tierra de nuestra existencia diaria. Sin esta integración, corremos el riesgo de perder el equilibrio y naufragar en un mar de ilusiones. Es la mente racional la que nos mantiene firmes en este viaje, anclándonos a la realidad mientras exploramos los reinos del espíritu.
Que la luz del conocimiento ilumine tu sendero, que la sabiduría de los antiguos te guíe en cada paso. Que el estudio sea tu fiel compañero en este eterno viaje de ida y vuelta hacia lo divino, y que, en medio de la turbulencia, te mantengas tenaz en tu propósito. Que así sea.
«Mientras estudias, no hay necesidad de buscar la unión con Dios, porque el estudio es una de las formas más sublimes de unirse con Él».
(Jaim de Volozhin, sXVIII)
“Para que el río fluya, necesita un cauce”.
(Mario Saban, sXXI)
Aunque la cita proviene de la tradición judía, el concepto subyacente de que el estudio profundo y comprometido puede ser una vía hacia la unión con lo divino es ampliamente aplicable a otras tradiciones espirituales.
La meditación, tradicionalmente, se asocia con prácticas como la respiración consciente, la atención plena y la contemplación en silencio. Sin embargo, el estudio de las fuentes originales del camino espiritual en el que uno se encuentre también puede convertirse en una forma de meditación.
La búsqueda intelectual y el crecimiento espiritual no son mutuamente excluyentes. Al contrario, pueden estar intrínsecamente conectados. El acto de indagar en los textos místicos o espirituales no es simplemente una actividad intelectual, sino una experiencia espiritual profunda, una búsqueda de conocimiento y entendimiento divino.
Asimismo, el estudio es fundamental para fortalecer la mente racional, ya que proporciona las herramientas y el contexto necesarios para comprender y procesar de manera efectiva los contenidos psíquicos de la intuición. La mente racional actúa como un filtro y un organizador para la información que recibimos, y el estudio nos permite desarrollar esta capacidad de discernimiento y análisis.
La mente racional actúa como un organizador para dar forma a las ideas abstractas y desordenadas que surgen de la intuición. A través del estudio, se establece un proceso de clarificación y comprensión, lo que permite avanzar hacia una mayor iluminación o entendimiento.
La espiritualidad ciertamente requiere un considerable esfuerzo en el estudio, complementando la práctica meditativa con una sólida comprensión teórica. Esto puede parecer, a primera vista, que lleva a una espiritualidad predominantemente mental, pero en realidad, el estudio y la meditación se alimentan mutuamente.
Sin un fundamento teórico sólido, las experiencias espirituales pueden ser malinterpretadas o usadas de manera incorrecta. El estudio ofrece un marco que ayuda a integrar estas experiencias de una manera coherente y significativa, permitiendo que la persona no solo las comprenda, sino que también las aplique y comparta de forma efectiva.
La noción de "fluir" está presente en muchas tradiciones espirituales. Fluir implica estar en armonía con el momento presente, permitiendo que las energías y experiencias pasen a través de uno sin resistencia. Sin embargo, para fluir de manera efectiva y segura, es esencial establecer límites adecuados. Estos límites actúan como guías que dirigen y moderan la recepción de la luz espiritual, asegurando que esta no sea tan abrumadora que lleve a la confusión o pérdida de propósito.
Hay personas que, al fluir sin discernimiento, pueden perderse en la vastedad de la experiencia espiritual, olvidando la importancia de aterrizar y revelar las verdades obtenidas. La verdadera esencia de la espiritualidad no es solo experimentar la luz, sino también canalizarla y compartirla de manera que beneficie al mundo.
En resumen, la integración del estudio y la práctica meditativa es crucial para una espiritualidad completa. El estudio proporciona las herramientas necesarias para interpretar las experiencias y mantener un equilibrio entre fluir y mantener una estructura que permita una recepción óptima de la luz, asegurando que las verdades espirituales sean reveladas y compartidas de manera efectiva y beneficiosa.
(Reflexiones inspiradas por la Escuela de Psicología y Cábala, a cargo del maestro Mario Sabán sobre Biná y Jojmá del Árbol de la Vida. Reflexiones sobre reflexiones)
“No puede haber pollo si el huevo no se destruye” Judah Loew
Judah Loew en el SXVI dijo: "No puede haber pollo si el huevo no se destruye". ¿Qué quería decir con esta afirmación?
Esta expresión sugiere que para dar paso al nacimiento de una nueva idea o experiencia, es necesario romper con las estructuras previas y permitir así su desarrollo.
Para que la sabiduría se revele, las formas de nuestro entendimiento, sus límites, tienen que ir cambiando, para dar lugar a nuevas formas de existencia.
(Es como una vasija, cuyos límites se amplían para recibir la sabiduría.)
Con frecuencia, sentimos angustia frente a nuevas situaciones en la vida, como la separación de la pareja, el fallecimiento de un cónyuge, la partida de un hijo de viaje o su mudanza lejos de su ciudad natal y de sus padres. Todos los cambios en la existencia de una persona, tanto los cambios exteriores como los cambios interiores nos impulsan a crecer y adaptarnos.
Todos los cambios en la existencia de una persona, son producto de una idea que ha necesitado romper el cascarón de un entendimiento antiguo para poder surgir… Para que una planta brote, necesita romper la semilla que en potencia la contenía.
Un entendimiento antiguo no debe de anquilosarse, no debe volverse vetusto, al paso de ahogar el desarrollo que palpita dentro. Debe ceder a ser destruido por la idea nueva que clama por revelarse, y dar paso a un cambio en la existencia.
El huevo representa aquello que debemos abandonar: la antigua forma de identidad.
Si el pollo se aferra a su cáscara, permanecerá confinado en ella por siempre. Si el ego hace de la semilla un fortín tal vez se quede momificado y sin vida. Eso representa un desequilibrio del entendimiento, dando lugar a algo inerte: el origen del dogmatismo.
Si el pollo logra romper el huevo (los límites del entendimiento) para salir a la libertad y a los riesgos de la existencia física, ha logrado percibir la sabiduría… Y ésta se manifiesta, creando nuevas formas de entendimiento y de experiencias.
Hay una mente superior que determina la emanación de la vida: en la transformación del huevo a una ave, en la transformación de la semilla a un brote, en la transformación de la oruga a una mariposa….
Al igual, hay una mente superior en el hombre que anhela romper los límites de su propio entendimiento y dar paso a la sabiduría. Todo depende de cómo usemos nuestro libre albedrío.
A veces los cambios vienen de Dios, y son difíciles de aceptar especialmente cuando la mente humana se identifica o rehusa a cambiar. Ello conlleva un sufrimiento muy alto… Comprender que los cambios son necesarios para la construcción del Yo es un desafío para el ser humano.
Estamos aquí para evolucionar. El cambio y la transformación son inherentes a la naturaleza misma del universo. Incluso en la materia más densa vemos ejemplos de transformación a lo largo del tiempo. Las piedras, aunque parezcan estáticas, están sujetas a procesos de erosión y cambio que ocurren a lo largo de miles o incluso millones de años. Esta noción nos recuerda que, como emanaciones del Infinito que somos todos los seres, también estamos en constante proceso de movimiento, cambio y transformación.
(Reflexiones inspiradas por la Escuela de Psicología y Cábala, a cargo del maestro Mario Sabán sobre Biná y Jojmá del Árbol de la Vida. Reflexiones sobre reflexiones)
La noción de perfección, herencia de antiguas musas griegas ha marcado la pauta en el pensamiento de occidente. ¿Por qué aferrarnos a la palabra "perfecto" cuando podríamos abrazar la plenitud del término "completo"? La mesa, ejemplo terrenal, no aspira a la perfección, pues en su diversidad y utilidad encuentra su propósito. Así, cada forma, cada función, en su propia esencia, halla la completud.
¿Qué es pues, la perfección sino un anhelo por encontrar lo absoluto en medio de los fragmentos de Dios, que componen este inconmensurable Universo? Lo absoluto perfecto está fuera del tiempo y del espacio. En el seno eterno del Misterio Creador, reside la esencia misma de la perfección, donde la eternidad y la infinitud convergen en una danza etérea que desafía toda comprensión humana.
Pero afirmar la perfección, ¿qué nos dice de la justicia, de esa justicia ideal? Una quimera inalcanzable, pues en este mundo de contrastes, la justicia se entrelaza con la injusticia, en una danza perpetua de luces y sombras. La búsqueda de la perfección implica negar los desequilibrios inherentes a la existencia, pues en la realidad terrenal, el equilibrio es efímero y la limitación es la ley de la forma. Así, entre la imperfección de lo humano y la complejidad del cosmos, la perfección se desvanece como el eco en la distancia.
Entonces, cuando alguien abraza la perfección con ansias, sin percatarse, busca someter la realidad bajo su dominio. El perfeccionista, en su núcleo, oculta un temor profundo, una inquietud que brota, pues la realidad escapa a su mando. Así, ansía controlar cada detalle, cada matiz de la existencia. Pero cuanto más se aferra al dominio, más se escabulle de sus manos. En este círculo sin fin, se sumerge en una vorágine obsesiva, donde el afán de control engendra más incertidumbre.
¿Hasta dónde se puede arrastrar esta obsesión del detalle, del control y de la perfección? El perfeccionista carga con el peso de su propio juicio. El sufrimiento que se inflige, ahogado en un mar de culpa, es el tributo que paga por nunca alcanzar la perfección que anhela.
Así pues, el dilema del perfeccionista se despliega como un vasto paisaje interior, donde su autoestima se ve empañada por la sombra del autojuicio. En su constante búsqueda de la excelencia, apenas se concede el alivio de la celebración. Cada logro, cada tropiezo, se convierte en un juicio implacable, en un reflejo de su autoexigencia. La motivación, siempre a la sombra del escrutinio, apenas encuentra espacio para florecer en esta pampa de autoevaluación perpetua.
Entonces, cuando el logro emerge, con cifras que rozan el éxito, el deber de la celebración se vuelve imperante, ya sea dirigido hacia el individuo o hacia uno mismo, pues en la esencia de la motivación reside su impulso vital. Mas el perfeccionista, en su rigurosa medida, invalida tal motivación con un susurro desalentador: "Si alcanzaste el dieciocho, ¿por qué no el veinte?". En su reflejo despiadado, no halla compasión, ni siquiera una pizca de indulgencia hacia sí mismo, lo que anula cualquier rastro de estímulo interno. De esta manera, siembra la semilla de la culpa, un veneno sutil que puede socavar la salud mental, llevándolo a una búsqueda perpetua de satisfacer al duro juez interior, jamás alcanzando su medida.
¿Cómo aplacar esta tormenta? Que surja un diálogo con el juez interno, un soliloquio con la parte desequilibrada del alma, buscando desentrañar la dimensión de la propia imprudencia en medio de tanta responsabilidad. El perfeccionista se engaña creyendo poseer una mente responsable, mas, en verdad, se sumerge en la irresponsabilidad de su hiper-exigencia, convirtiéndose en su propio verdugo. Pues la responsabilidad ha de abrazar la compasión, ha de ser animada por la motivación, pues también es responsabilidad ser feliz. Si el perfeccionista constriñe cada instante bajo su control, el deleite, la dicha, quedan sepultados en este arduo proceso. Por ende, hemos de ser conscientes de este desequilibrio, pues en su esencia, lo que hace es sumir al ser en un abismo, erosionando su autoestima con cada paso.
Parte II
En la blancura de la página sin pulir yace el peor castigo del escribano, donde el borrador maltratado se convierte en un eco de su propia inacción.
El perfeccionista, en su danza de dudas, detiene la marcha del hacer, pues no se aventura a proseguir hasta que la perfección le sonría, pero ¿cuándo hallará certeza en su perfección? ¡Nunca!
En el vaivén de su incertidumbre, el perfeccionista invoca al demonio de la perfección, causando una perpetua dilación, una procrastinación que mina el potencial, pues la duda debería seguir a la revelación, no paralizar el despliegue de la acción.
¿Qué es un libro sino el fruto de un borrador capaz de ser moldeado una y otra vez? Pero sin texto inicial, ¿qué hay que retocar? Una página en blanco, la antesala del desespero.
El perfeccionista conduce hacia una vida paralizada, crea temores en el alma, debilita la autoestima con su juicio implacable, pues alzando la autoestima, se interpone el juez, con su veredicto severo.
No es un potencial de veinte lo que posee, sino una exigencia desmesurada, que despoja el placer del hacer, declarando la impotencia, la ineptitud, sin importar si se revelan cuatro, once o veinte, siempre hay una voz que clama: ¡Inepto!
El perfeccionista me compara con lo divino, y en su exigencia, yace la imposibilidad, la frustración, una fuerza demoníaca que muchos sufren en silencio.
Pero… En los senderos del alma yace una bifurcación, donde se entrelazan la autoexigencia y la disciplina, dos ríos que corren en dirección opuesta.
El autoexigente, en su búsqueda implacable, siente cada espinoso paso del camino, mientras que el disciplinado, con corazón compasivo, comprende que la rigidez puede ceder ante la suavidad.
Ahí reside la esencia del asunto: el exigente, carente de flexibilidad, no permite margen para la compasión, en su frenesí por alcanzar la perfección.
Mientras tanto, el disciplinado, alimentado por la compasión que brota de su ser, sabe que en la flexibilidad yace la verdadera fuerza, permitiendo que su disciplina se moldee con gracia, ajustándose según las necesidades del momento.
En el marco de la razón y el entendimiento, reposa la verdad de que la imperfección es inherente, pero en el reino de las emociones y las vivencias, esta realidad nos esquiva como sombras en la noche.
Por ejemplo, sé que un vaso puede deslizarse de mis manos, lo comprendo en la teoría de las posibilidades, pero cuando ocurre, el corazón se agita en un torbellino.
No es un motivo de regocijo el accidente, sino una ocasión para recordar nuestra fragilidad, nuestra humanidad imperfecta que nos une en la experiencia.
Reconocer nuestra imperfección es el primer paso, descender a las profundidades del ser, donde la convicción experiencial toma forma, y nos impulsa a abrazar con compasión los errores ajenos.
Ser compasivo con el error del otro, ser misericordioso como la mano que suaviza la caída, es comprender que cada uno da lo que puede dar, en esta realidad de la existencia compartida.
En ocasiones, nos aferramos a la ilusión de que el otro dará lo que ansiamos, pero el otro dará lo que puede, no lo que deseamos, así, nos enfrentamos nuevamente al conflicto, al proyectar nuestras expectativas sobre el otro.
Y entonces, cuando el enfado nos embarga, es en realidad un enfado con nosotros mismos. Si alguien yerra y mi ira se desata, no es con el otro con quien me enfado, sino conmigo mismo por creer que el otro no erraría, me enojo por no aceptar la imperfección del universo.
Ah, la completitud reside en el cumplimiento de la función, no en la perfección. Cada objeto, cada ser, halla su integridad en la realización de su propósito, en su capacidad para desempeñar su papel en el vasto escenario de la existencia.
No buscamos la perfección estática, sino la plenitud dinámica que emana del ejercicio de nuestra función. La mesa, en su simpleza, es completa mientras sostiene, mientras brinda su servicio en la danza cotidiana de la vida. Su perfección radica en su capacidad de ser mesa, en su constancia en cumplir su destino.
Es en esta comprensión que tropezamos con la paradoja de nuestra búsqueda. Anhelamos la perfección definitiva, la función inmutable, cuando en realidad, la esencia de la vida es el constante devenir, el flujo incesante de cambios y transformaciones.
Encima ¡Ah, encima nuestra sociedad nos insta a valorar lo tangible, lo cuantificable, ¡los resultados!! Nos pagan por los resultados, nos premian por los logros palpables. Nos enfrentamos al desafío de reconciliar esta mentalidad con la naturaleza misma del proceso.¡Ah, la dificultad de abrazar la noción del proceso! Para aquellos que persiguen los resultados con fervor, el camino puede tornarse arduo y fatigante. Muchos se sumergen en un agotador ciclo de búsqueda constante de resultados, creyendo que la vida es un mero sistema de retribuciones tangibles.
Y así, algunos se encuentran exhaustos por la vida, pues se aferran a la ilusión de que el éxito reside únicamente en alcanzar metas preestablecidas. Cuando, tras años de esfuerzo, los resultados deseados no se materializan, la desesperación invade sus pensamientos: "¿Qué ha sucedido? ¿Por qué no logro los resultados esperados?"
Sin embargo, ignoran que la clave no radica exclusivamente en alcanzar esos resultados, sino en disfrutar del proceso mismo. Es en el deleite de cada paso, en la inmersión en el fluir constante de la experiencia, donde yace la semilla del verdadero éxito.
Cuando uno se entrega al proceso, cuando se sumerge en la experiencia sin obsesionarse por los resultados, algo mágico sucede. Los frutos deseados, antes esquivos, comienzan a manifestarse de manera natural, como un eco de la armonía encontrada en la travesía misma.
Así, en el abrazo del proceso, en la liberación del férreo control sobre los resultados, encontramos la verdadera esencia de la plenitud. La vida, entonces, deja de ser un mero medio para alcanzar fines, y se transforma en una danza sublime, donde cada momento es una celebración de la existencia misma.