Cuando una palabra o situación despierta una reacción —una punzada, una fricción sutil, o un impulso inesperado de superarse sin saber por qué—, algo profundo comienza a moverse. No siempre es fácil ver con claridad desde ese primer impacto, pero en ese roce se abre, a veces, la posibilidad de una transformación silenciosa.
Lo que a veces sentimos como crítica puede ser solo una señal de que algo en nosotros está listo para transformarse. Es en esa aparente herida al ego donde emerge la oportunidad de manifestar algo nuevo. En la quietud del momento, pregúntate: ¿esto que resuena en mí es un juicio que me fragmenta, o una invitación a reconstruirme desde una comprensión más profunda?
No podemos controlar la intención del otro, pero sí elegir cómo lo recibimos. Podemos verlo como un rechazo que nos encoge o como un impulso que nos expande. El verdadero amor propio no es un muro que aísla, sino un faro interno que ilumina qué integrar, qué nutrir y qué soltar con gentileza.
Así como el metal se fortalece en el fuego, nuestras versiones más auténticas a menudo nacen del calor incómodo que nos confronta. En este espacio sagrado de vulnerabilidad, incluso una palabra áspera puede transformarse en motor que impulsa nuestra excelencia.
La intención del otro puede ser incierta, pero el poder está en nuestra conciencia: mirar más allá de la superficie y reconocer el potencial interno para crecer o soltar.
La respuesta es una elección… ¿Y si aquello que me incomoda no es un obstáculo, sino la puerta hacia mi próxima evolución?
Que sepamos reconocer en cada incomodidad una invitación a la verdad profunda.
Que la palabra que nos toca, sin importar su origen, no nos fragmente, sino nos acompañe en el despliegue continuo de nuestra posibilidad.
Que ante aquello que nos confronta, elijamos con conciencia mantenernos receptivos, enteros, en movimiento.
Hoy elegimos crecer, desde la luz que nos habita y se expande paso a paso.
R-I-55

