Hay algo esencial en la idea de resguardo. Desde el inicio, el ser humano ha buscado abrigo: contra el frío, contra el miedo, contra el desorden del mundo. Una forma de ordenarse, de recogerse, de sostenerse.
Pero en esa misma historia —tan antigua como la memoria— también ha estado siempre presente el impulso contrario: el deseo de partir, de avanzar, de seguir una ruta sin saber del todo el destino.
Entre ambos movimientos —el de quedarse y el de salir— hay una tensión profunda, una danza que atraviesa la vida misma.
La casa es una bendición. Nos acoge con su calor, nos da forma en los días, nos abraza cuando lo de afuera se vuelve confuso o demasiado. Es allí donde descansamos, donde volvemos a nuestro centro. Nos brinda arraigo, refugio, estructura.
Pero no ha venido a ser nuestra jaula.
Porque el alma, como el cuerpo, necesita raíces… y también alas. El equilibrio no se halla solo en la protección del abrigo, sino también en el aire fresco del riesgo, en la expansión que ofrece el camino abierto. En la intemperie que nos despierta.
Somos hijos del movimiento. Venimos de una historia larga, mucho más larga que las paredes. Durante milenios fuimos nómadas: seguíamos las estrellas, los ríos, las estaciones. No había un solo hogar, sino muchos lugares que nos recibían por un tiempo. Y cuando llegaba el momento, nos poníamos en marcha otra vez.
Nuestro cuerpo aún lo recuerda. Las piernas largas, la columna erguida, la marcha pausada pero resistente: no fuimos hechos para la velocidad, sino para la travesía. Para recorrer, para migrar, para ir lejos sin agotarnos.
Y quizás por eso, cuando nos encerramos por demasiado tiempo, el alma comienza a marchitarse en silencio. Porque algo adentro —muy adentro—aún recuerda el lenguaje del viento, el llamado del horizonte, la verdad de la tierra bajo los pies.
Está bien buscar contención. Está bien volver a la cueva, a la casa, al abrigo. Pero que no se nos olvide: incluso las cuevas más seguras se trasladan con el tiempo, como se mueven los campamentos del desierto, como gira la galaxia, como se desliza el silencio cuando caminamos atentos.
El mundo no fue hecho para ser poseído, sino para ser recorrido. No hay fin en el camino, solo más camino. Solo más horizonte.
Que sepamos honrar el refugio sin quedar atrapados en él. Que la vida nos encuentre ligeros de equipaje, con el corazón despierto, la mirada abierta y los pies listos para andar. Que nunca olvidemos que fuimos hechos para avanzar, descubrir, y danzar con el movimiento eterno del universo. Que se manifieste en todos los planos, desde el pensamiento hasta la acción. Gracias Padre-Madre Celestial, que así sea.
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